Decisiones.
Siempre intentás forzar las cosas.
Como si creyeras que nada pasaría si no lo hicieras vos”.
Y al final, ¿qué es lo que pasa?
La vida.
El sobrepensar y la idea de creer que merezco —o que debería merecer— ciertas cosas son mis dos grandes espinas. Por eso, cada vez que la realidad no se acomoda a lo que imagino, a lo que espero o a lo que creo que tendría que ser, aparece la desilusión. Me bloqueo. Y detrás, como en fila india, avanzan las inseguridades.
Abrir muchas puertas también es abrir muchas fuerzas: energías, posibilidades, caminos. Y con ellas llegan las no-elecciones, la duda del qué hubiera pasado si, el miedo a haber elegido mal, a no haber pensado lo suficiente. Cada decisión trae sus sirenas, esas pequeñas luces que endulzan el oído del navegante y confunden el rumbo. Hasta que uno termina creyendo que su vida es exactamente esto —ni más ni menos— por las decisiones que tomó.
Como en La biblioteca de la medianoche, mi limbo también sería una biblioteca. O quizás una casa de música. Un lugar donde cada CD contenga una vida distinta, una versión posible de mí según cada elección.
Una vida en la que mis viejos no se hayan separado. Una familia “tipo”, sostenida por la costumbre, la rutina y lo establecido. Una vida en la que haya elegido una carrera por lo económico, quizás trabajando en una oficina con mi viejo, y no por eso que suena, arde y quema adentro.
Una vida en la que el otro no me interpele ni me importe demasiado. Donde la mayor preocupación sea qué boliche abre el finde o qué se hace esa noche.
La vida son las decisiones. Se va formando con cada paso, con la percepción que elegimos adoptar frente a ella, con esa esencia que corre a la par de la sangre, que fluye como un río.
Pero ojo: también hay que ver hacia dónde queremos que vayan sus cauces, sus desvíos, sus aperturas.
Aunque —de vez en cuando— podamos permitir que se formen lagunas, o algún que otro arroyito inesperado.
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