“Dejá, ya fue”: la trampa dulce de la autoexplotación
“Dejá, ya fue.”
Esa frase que suena a paz, a soltar, a no discutir… es, muchas veces, la puerta de entrada a la autoexplotación. Nos convencemos de que si no lo hacemos nosotros, no lo hace nadie. Y ahí empieza la pendiente: tareas que no nos corresponden, funciones que nadie nos reconoce, responsabilidades que aceptamos casi por reflejo. ¿El resultado? Te pagan igual, pero trabajás el doble. Y encima agradecés.
En una sociedad que repite que todes queremos ser “iguales”, se nos olvida decir iguales ¿a qué? A un molde de productividad sin descanso, a una idea de sacrificio infinito que no contempla cuerpos, emociones, cuidados ni desigualdades. Un molde que, como decía Marx, nos aliena de lo que hacemos y de lo que somos.
Y ojo. Detrás de muchas “buenas intenciones” se esconden lobos: jefes, instituciones, dinámicas laborales y sociales que necesitan corderitos obedientes, siempre dispuestos, siempre disponibles. Que te quieren gris, silencioso, funcional. Que celebran tu entrega pero jamás tu límite. Que aplauden tu compromiso mientras exprimen tu salud, tu tiempo, tus ganas.
El problema es cuando naturalizamos lo injusto. Cuando la impotencia se vuelve rutina y el cuerpo aprende a tensarse solo. Cuando el título por el que luchaste queda reducido a un papel, y lo humano vale menos que lo útil. Ahí es donde se rompe algo.
Poner un límite no es rebeldía vacía: es cuidado propio y colectivo. Es recuperar la voz, la dignidad, el tiempo. Es romper con esa lógica que nos quiere agotados y agradeciendo.
Porque no nacimos para ser máquinas.
Ni para sostener sistemas que nos quieren cansados.
Nacimos para vivir con sentido, con deseo, con derechos.
Y el primer paso es simple, pero potente:
No todo es “dejá, ya fue”. A veces es “basta, hasta acá”.
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